lunes, 11 de noviembre de 2013

ME ENCANTA SOÑAR CADA MAÑANA...

Cuando el otro día celebramos la fiesta de todos los santos pensaba en que a veces nos cuesta querer ser santos. Nos parece complicado, arduo, casi imposible, tal vez hasta aburrido.

Vemos a los santos demasiado perfectos e inmaculados. Nos cuesta imaginar pecados en sus vidas y siempre pensamos que respondieron de forma correcta en toda situación. Actuaron en todo movidos por el amor, supieron siempre lo que Dios les pedía, no se guardaron nada y besaron la cruz con alegría.

Creemos tal vez que si aspiramos a ser santos tendremos que cambiar demasiadas cosas y, en realidad, cambiar siempre es difícil. La santidad nos parece algo lejano, duro, frío. Nos imaginamos a esos santos de altar, blancos, duros, perfectos, demasiado lejanos. Y nos desanimamos. Así no hay quien sea santo, pensamos, al comprobar nuestra propia limitación.

No respondemos siempre de forma correcta a los desafíos de la vida, nos dejamos llevar por el egoísmo y dejamos de soñar, algo desanimados, con esas cumbres que antes nos encendían. ¿Es posible ser santos en esta vida tan complicada?

Miramos a otros con cierta envidia, al pensar en sus vidas intachables, porque juzgamos por fuera y nos sentimos pecadores en comparación.

Esa santidad de cuello blanco que pretendemos no es la que nos toca vivir. Más que nada, porque no podemos. Nos empeñamos en tocar el cielo con las manos y nos llenamos de barro cuando menos lo esperamos.

Una persona comentaba: «Me he dado cuenta que mi ‘pequeña maldición’, mi herida, mi debilidad, me ha hecho más completa, más persona, más honda, más humana. He entendido que no tengo que luchar contra ello, sino aceptar y bendecir. Lo he hecho con alegría. Es esta debilidad mía la que me hace escalar más alto cada día». Si vemos la santidad como decía esta persona cambian las cosas.

Aceptar esa limitación, esa herida, como el trampolín que nos lanza hacia las cumbres. Se trata de aceptar que no podemos con nuestro esfuerzo, que siempre de nuevo volvemos a caer por más que nos exigimos.

Ser santos implica levantarse cada día dispuestos a luchar por no caer y a levantarnos después de cada caída para volver a empezar. Sin temer la imperfección o la debilidad.

Entonces, ¿es que la santidad no consiste en hacer las cosas bien, en evitar el pecado cada día, en cumplir a rajatabla las más leves insinuaciones de Dios?

Desear ser santos es desear amar hasta el extremo, querer dar la vida cuando nos la exijan, asumir la cruz con un corazón valiente y despejar las cadenas que nos atan y no nos dejan ser libres.

Es el deseo da amar en toda ocasión y a toda persona, sin hacer diferencias, sin guardarnos la vida. Porque el que se guarda la vida la perderá para siempre.

Sin embargo, ¿quién puede ser santo a base de esfuerzo? ¿Quién puede mantener limpio el corazón en una lucha sin cuartel por alejar el pecado? Nadie, en realidad nadie puede ser santo por méritos propios.

No podemos dejar de pecar aunque lo deseamos. Caemos una y otra vez, tropezamos, el hombre viejo resurge de las cenizas y nos hace ver que no estaba vencido. Las antiguas tentaciones olvidadas vuelven con más fuerza y nos vencen.

Los ideales que brillan ante nuestros ojos nos animan, pero no es suficiente. Como siempre decimos al renovar nuestra alianza con María en el Santuario: «Nada sin ti, nada sin nosotros». No podemos ser santos sin la gracia de Dios, pero tampoco podemos serlo sin nuestro esfuerzo y nuestra lucha.

Nosotros nos subimos a la higuera, derribamos muros, vencemos batallas, abrimos brechas, despejamos barricadas. Pero la victoria final es de Dios.

Él vence, Él entra, Él hace fecunda nuestra vida y logra que la semilla enterrada en el alma, muera y dé mucho fruto. Logra que nuestra vida, enterrada en humildad, escondida para dar vida a muchos, tenga un sentido.

«Sin lagar no hay vino, el trigo debe ser triturado, sin tumba no hay victoria, sólo el morir gana la batalla», rezaba una oración del Padre Kentenich en el «Hacia el Padre».

La aspiración a la santidad nos lleva a querer dar la vida, en cada batalla, en cada esfuerzo. Con una sonrisa y el corazón lleno de luz.

Hay un poema de Rudyard Kipling en el que un padre le habla a su hijo de esas cosas importantes de la vida:

«Si al encontrar el triunfo o el desastre, puedes tratar igualmente a esos dos impostores. Si puedes poner en un momento todas tus ganancias y arriesgarlas a un golpe a cara o cruz, perder y volver a comenzar desde el principio, sin jamás decir una palabra sobre tu pérdida. Entonces serás hombre, hijo mío».

Ese corazón libre es el que pedimos a Jesús que nos regale. Es el corazón santo que se levanta cuando cae, que se despierta cuando se duerme, que vuelve a empezar cuando tropieza. Es el corazón pobre y rico, humilde y altivo, luchador y esperanzado. El corazón caído y levantado, que nunca se da por vencido, que siempre ve en el fracaso la semilla de una nueva oportunidad. Así de simple, así de bello.

Un corazón herido, coronado de espinas e inscrito en la llaga de Cristo. Un corazón muerto y resucitado. Así es la vida de los santos que no se desaniman en la lucha y no desconfían de la mano de Dios sosteniendo sus pies desnudos.

Es tal vez por eso que me encanta soñar cada mañana con la santidad. No porque me crea santo, no porque quiera ser canonizado un día, sino más bien porque cada día compruebo la propia fragilidad y me alegro al pensar que mi alegría no es mía sino que procede de un Dios que me quiere por lo que soy, por lo que Él ha hecho en mí.

Su amor es como ese fuego que enciende el alma y la hace aspirar a las alturas. La santidad, por lo tanto, no es el pago obtenido a base de esfuerzo sacrificado. No es el premio a una vida inmaculada. No es el simple pago por el trabajo bien hecho. La santidad es bienaventuranza, felicidad, alegría ya aquí en el camino.

Aspiramos a ser santos no para cumplir las expectativas de un Dios creador exigente, no para tratar de devolver todo el amor que nos han dado. El querer ser santos es simplemente el anhelo del alma que sueña la felicidad.

Pero no ya la felicidad en la vida eterna, con el deber ya cumplido. Sino esa felicidad incompleta que degustamos cada día como un don de Dios.

En realidad es como la vida de Zaqueo. Una mirada que expresa gratuidad, un amor sin medida que nos busca, un perdón sin límites que nos lleva a cambiar de vida.

Nosotros tenemos la fuerza y la disposición para subirnos a lo alto de una higuera cargados con nuestra debilidad. Nos subimos a lo alto de la Iglesia, de aquella persona que Dios pone en nuestro camino para acercarnos a Él.

La higuera son los sacramentos, es la vida que nos da continuamente oportunidades para volver a empezar.

Luego Cristo nos invita a comer en nuestra propia casa. Llega con su luz y nos quiere hacer felices. Porque no quiere que el sufrimiento, cuando lo vivimos mal, pueda acabar con la esperanza y la alegría.

Entonces su amor, no nos lo da porque nos lo merezcamos. Es cierto que es muchas veces nuestra forma de juzgar la vida. Te doy cuando te lo mereces. Recibo cuando me lo merezco. No es así.

Cristo se acerca siempre y su presencia es gratuidad, don, paz, alegría. Nos perdona e incluso llega a olvidar el perdón que nos da. El encuentro con Él nos recuerda su impronta grabada en nuestra alma. En nuestro interior reconocemos su vida como algo ya nuestro.

Su presencia entonces santifica lo que hasta ese momento parecía oscuro y sin brillo. Ilumina lo que para los hombres parece demasiado lúgubre. Porque su luz brilla en lo profundo del alma cuando Cristo se hace luz para nosotros. Tal vez es así la santidad. Nuestra vida brilla por dentro.

Como leía el otro día: «Nosotros no estamos interesados en brillar por fuera, nosotros queremos brillar por dentro»[1]. Hoy el mundo quiere que brillemos por fuera, que destaquemos en todo lo que hacemos, que reflejemos un brillo de perfección que deje al mundo con la boca abierta. Y muchas veces comprobamos que caemos en la más antigua tentación, la del orgullo y la vanidad.

Nos importa brillar por fuera, ser reconocidos, tener éxito. Ser los número uno en todo lo que hacemos. Así de sencillo. Brillar y que nadie llegue a brillar tanto como nosotros. Pero no es ésa la santidad a la que nos invita el Señor. No. Él quiere que brillemos por dentro.

P. Carlos Padilla

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