domingo, 25 de mayo de 2014

DOMINGO VIII DE PASCUA

Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros.
No os dejaré desamparados, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él».
 
Juan 14, 15-21
 
El Evangelio de este sexto domingo de Pascua nos introduce en un clima de despedida y promesa y, a la vez, nos presenta a Jesús mostrándonos la grandeza del misterio de la Santísima Trinidad de una forma elocuente y explícita. Jesús quiere revelarnos la esencia misma de Dios. Para eso ha venido, para mostrarnos el verdadero rostro del Padre. Para los discípulos, en la Última Cena, es difícil comprender aquello de lo que les habla el Señor. Lo comprenderán más tarde, de la mano del Espíritu de la verdad: que Dios es amor.

Dios es nada más que amor y todos los demás atributos son sencillamente manifestaciones, formas y aspectos de su amor. Ese amor se proyecta a toda la Humanidad. La unidad en el amor entre el Padre y el Hijo y la unidad en el amor entre Cristo y los hombres que aman es el Espíritu mismo. Es la Tercera Persona de la Trinidad la que crea esta unidad.

Ese misterio de amor tiene consecuencias para toda la Humanidad y, en especial, para nosotros, los testigos del Resucitado. El amor de Dios se concreta, de modo explícito, en sus mandamientos. Éstos nos vinculan existencialmente, pues son expresión de una alianza de amor que Dios ha querido establecer con todos los hombres. Dios nos ama y nos ofrece un camino para corresponderle y concretar con obras que también nosotros le amamos a Él.

El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama. Aceptar y cumplir los mandatos de Dios. Hacerlo como correspondencia a una vocación a la que Dios nos ha llamado: la vocación al amor. El primero de todos los mandamientos nos recuerda que debemos amar al Señor con todo nuestro corazón..., y al prójimo como a nosotros mismos. Dios, a pesar de nuestras flaquezas e infidelidades, se ha empeñado en no abandonar al hombre. En nuestra relación con Dios no es Él quien nos deja, sino el hombre quien olvida a Dios. Entonces, éste se vuelve incompresible para sí mismo y se diluye en su horizonte el plan que Dios tenía preparado para él. Aquello que Dios soñó para cada uno de nosotros se difumina, y el desamor dificulta el que se pueda hacer realidad.

Por eso el Salvador insiste. Cristo sabe que su partida es inminente, pero el amor hacia nosotros desborda su corazón: nos promete el don del Espíritu de la verdad. Éste nos anima y sostiene, en medio de una cultura que fácilmente se instala en la mentira y el engaño, a ser testigos de la verdad.
El amor entonces se convierte en exigencia, en norma de vida. El amor que Cristo nos propone es el amor con el que Él ha amado a su Iglesia: un amor que es donación. Cristo nos muestra que el auténtico modo de amar exige dar la vida por quienes amamos. Entrar en esa dinámica nos lleva, en definitiva, a descubrir la fuerza y la gracia que contienen los mandamientos que Jesús nos recuerda.
En este camino pascual que nos conduce a la celebración de la Ascensión del Señor y Pentecostés, vamos redescubriendo la grandeza de un Dios que ha apostado por nosotros y por todos los hombres, derramando sobre todos copiosamente su amor, y que espera una respuesta conforme a su misma invitación.

+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín

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