domingo, 31 de agosto de 2014

DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO:
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. 
Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» 
Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas corno los hombres, no como Dios.» 
Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

Palabra del Señor
¡Oh, Señora mía! ¡Oh, Madre mía!
Yo me ofrezco enteramente a Vos;
y en prueba de mi filial afecto os consagro en este día
mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón;
en una palabra, todo mi ser.
Ya que soy todo vuestro,
oh Madre de bondad,
guardadme y defendedme como cosa y posesión vuestra. Amén.
Con esta oración hacemos lo que San Pablo pedía a los Romanos cuando les decía:
Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable.
Sabemos que Dios no quiere de nosotros sacrificios de animalitos; que Jesús se ofreció por nosotros en la Cruz y que nosotros podemos ofrecernos con Él como víctimas vivas. Recitando esa oración ya nos estamos ofreciendo y bastaría con que luego, a lo largo del día, hiciéramos efectivo ese ofrecimiento para que fuésemos todos santos.
Unos ojos abiertos para descubrir las necesidades de los demás -como los de santa María- y no para curiosear en las vidas de los demás son un sacrificio agradable a Dios. Unos oídos abiertos para el que clama por la justicia y la misericordia y para la llamada de Dios; una lengua que alaba a Dios, que bendice, que da gracias, que proclama el Evangelio y no murmura; un corazón -como el de Santa María- que guarda y medita la Palabra; una persona consagrada de verdad a Santa María… esa es la ofrenda agradable a Dios.
Claro que no basta con recitar la oración. San Pablo añade:
Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
Al comenzar la jornada renovamos nuestro ofrecimiento con esa oración tan sencilla -hay otras, claro- y luego se trata de hacer efectivo ese ofrecimiento. No haría falta nada más para renovar nuestras vidas y para ofrecer a Dios un culto razonable. (El leccionario traduce culto razonable, pero el Papa Benedicto XVI lee culto modelado por la palabra).
Llevaba yo cinco años y medio sin visitar al dentista porque me daba miedo y pensaba: me va a descubrir un montón de caries, voy a tener que estar volviendo cada semana, me va a cobrar un montón de dinero y me va a hacer mucho daño. Así pensaba. Y estuve cinco años y medio con esa bobada sabiendo que tenía que ir al dentista -porque hay que ir cada seis meses- y no queriendo ir. Hasta que mi asesor de imagen y su amable esposa me dieron la dirección del dentista de San Miguel y me animaron a ir asegurándome que era muy buen dentista, que no hacía daño y que no era caro. Con amigos así da gusto. Entonces fui y -en media hora- estaba listo. Me hizo una limpieza de boca, no me hizo daño, me cobró poquísimo y me dijo que no tenía caries y que volviera a los seis meses. ¡Que descanso!
Lo cuento porque, a menudo, nos pasa algo parecido con Dios. Tenemos miedo de entreganros a Él, de abandonarnos en sus manos. No queremos cometer grandes pecados pero tampoco nos decidimos a tomar la cruz de cada día para seguir a Jesús. Decimos mañana. Y mañana volvemos a decir lo mismo. Y nos imaginamos que si damos un paso más en nuestra entrega van a ocurrirnos cosas horribles. Sabemos que Dios nos está llamando pero tenemos miedo.
Al pobre Jeremías le pasaba eso. La palabra de Dios le quemaba por dentro. Sabía que no podía callar; que debía denunciar el pecado, que no podía mirar a otro lado y vivir haciéndose el gracioso para quedar bien. Pero, por otra parte, hablar y dar testimonio de la verdad que ardía en su corazón lo había convertido en alguien incómodo y despreciado. Y se resistía
No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre; ; pero la palabra era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía.
Hasta que se entregó.
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste.
¡Qué alivio! ¡Que bien cuando, por fin, cedemos a la llamada de Dios!
También San Pedro quiso forcejear con Cristo. Acababa de proclamar su fe y había oído que Jesús le decía: Dichoso tú, Simón. Entonces Jesús les dijo que tenía que ir a Jerusalén y padecer mucho y morir antes de resucitar. Y San Pedro no hizo mucho caso de eso de resucitar. Se quedó con lo de morir y dijo:
No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.
Jesús, perfecto Hombre, temblaba ante la idea de la muerte. La parte sensible de su voluntad se conmovía ante el dolor que le aguardaba, pero su alimento era hacer la Voluntad de su Padre y no necesitaba amigos que le hicieran más difícil la entrega. Por eso dio la espalda a Pedro diciendo:
Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.
Y luego nos explicó lo que deberíamos hacer todos para seguirle:
El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Oímos lo de “negarse a sí mismo” y lo de “cruz” y empezamos a imaginarnos cosas raras y nos entra el miedo. Y, aunque sabemos que no hay otro camino nos resistimos. Nos resistimos a confesar nuestros pecados, por ejemplo: pasado mañana. Nos resistimos a entrar por la senda estrecha: mañana. Tratamos de convencernos de que podemos vivir con una vela encendida a Dios y otra vela encendida al diablo aunque, en el fondo, sabemos que ese no es el camino. Hasta que damos el paso; nos dejamos vencer por Dios y descubrimos que no era para tanto, que la Cruz la lleva Él y que Él nos auxilia.
Entonces ¡que alivio! Y qué alegría cada vez que nos abandonamos a Él. Ya no cuentan las penas decía San Josemaría. Y es verdad. La paz y la alegría vienen de ese abandono confiado.
Es maravillosa la oración del salmista:
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.
Cada día, al despertarnos, renovamos nuestro ofrecimiento con la seguridad de que Santa María nos llevará de la mano y, después de este destierro, nos mostrará a Jesús, fruto bendito de su vientre. Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios. Ruega por esos hermanos nuestros que están padeciendo el martirio y por nosotros que queremos ser tuyos de verdad.
Javier Vicens Hualde
Párroco de S. Miguel de Salinas

No hay comentarios.: